jueves, 25 de febrero de 2016

¿Quién mejor que este escritor “chilango” para contribuir en el debate sobre el gentilicio de CDMX?

Recientemente, con el cambio oficial de nombre de nuestra ciudad de Distrito Federal a Ciudad de México, surgió también una discusión al respecto del gentilicio que debía acompañar dicha denominación. Como sabemos, los gentilicios son aquellos adjetivos o sustantivos (según se use) que nombran la relación con determinado lugar geográfico, casi siempre cuando se trata de un vínculo de nacimiento, origen o procedencia. Los yucatecos tienen el suyo, también los regiomontanos y los tijuaneneses (aunque el suyo no aparezca en el diccionario de la RAE). ¿Pero qué con los que nos sentimos ligados íntimamente con la capital del país?

En buena medida el debate se debe a que, lingüísticamente, los gentilicios tienen reglas de formación más o menos estrictas. Como palabras, muchos de estos se forman con la raíz del lugar en cuestión y alguno de los sufijos más comunes, como “és”, “ita” o el citado “ense”, entre varios otros. Por eso los identificamos fácilmente como tales. Napolitano, tunecino, vietnamita son algunos ejemplos de gentilicio en los que se identifica de inmediato tanto el nombre geográfico como el agregado que lo vuelve gentilicio.

Un par de casos curioso del lenguaje ocurren cuando, primero, el nombre de un lugar existe en distintos países, por ejemplo, Mérida, que como nombre de ciudad se encuentra en España, México y Venezuela. Para distinguir a los naturales de cada una, los gentilicios tienen una formación diferenciada: meridano para los mexicanos, merideño para los venezolanos y, para sorpresa de muchos, emeritense para los de la Mérida española. ¿Por qué? Porque en este caso el gentilicio proviene del nombre en latín de la ciudad, “Emeritensis”. Lo cual nos lleva de lleno a la segunda curiosidad.

Otros gentilicios toman llevan el sello de la historia, como ese emeritense. En estos casos los gentilicios pueden no ser tan obvio y, más bien, requerir de cierta perspicacia o conocimiento histórico para descifrarlos. Otros ejemplos son cesaraugustano, que se refiere a los naturales de Zaragoza, también en España, antes llamada “Cesaraugusta” (nombre en el que, vagamente, podemos reconocer el actual, adivinando las deformaciones de la pronunciación). O jerosolimitano, que nombra a los natuales de Jerusalén.

¿Y nosotros? Bueno, ni nosotros ni los lingüistas parecen ponerse de acuerdo, pues aunque mexiqueño ya está registrado en el DRAE como nuestro gentilicio “oficial” (en vista de que mexiquense está ocupado por los naturales del Estado de México), en realidad no es un vocablo que nos convenza.

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Recientemente, el escritor Juan Villoro, de reconocida prosapia capitalina, se pronunció al respecto y, en su opinión, mexiqueño queda descartado por “espantoso”, contra todo lo que opinen los expertos de las construcciones léxicas. A su parecer, sería mejor decantarnos por mexica (que remite de lleno a nuestra raiz náhuatl) o el ya coloquialmente popular chilango, que aunque surgió como un término peyorativo o despectivo, a la fecha hemos portamos con orgullo en la capital.

Nosotros lo resignificamos con orgullo, como el orgullo gay, primero algo que parece objeto de discriminación se convierte en motivo de orgullo. Todos estamos contentos de ser chilangos.

¿Qué te parece? ¿Seremos mexicas? ¿O nos quedamos con el ya familiar chilangos?

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